miércoles, 18 de julio de 2007

Recuerdos de la Radio

Pincha, y después lee!




Recuerdo a mi madre cosiendo en la cocina de nuestro piso en Benavente. Yo volvía del colegio, tiraba la cartera en el suelo de la entrada y hacía un reconocimiento rápido por la vivienda antes de irme a la calle a maltratar animales, tirar piedras o jugar al toro enmaromado con una cuerda, unos cuernos de vaca unidos con cinta aislante y una marabunta de ruidosos mocosos. De aquella época prehistórica en la que los de octavo de EGB parecían estar a punto de entrar en la edad adulta recuerdo pocas cosas: un enorme cielo azul lleno de nubes blancas, la “uralita” verde traslucida del patio de luces de terrazo rojo, los cardos borriqueros a la orilla del sendero que conducía a la escuela, los dientes picados de Miguelín mordiendo una pila de galletas adheridas con margarina y la sintonía del consultorio de Elena Francis que sonaba en aquellas tardes de brillante bóveda celeste para llevar consejos sentimentales a las amas de casa de finales de los setenta.

Mi primer contacto con la radio fue a través de aquel viejo receptor Vanguard que mis padres aún conservan (pero que no funciona) que sólo tenía onda media y onda corta. Yo debía de tener unos 6 ó 7 años cuando comencé a interaccionar con aquel ingenio que me abrió una gran ventana al mundo.

Tengo en la memoria estampas nítidas que se alternan irregularmente con períodos de oscuridad…puedo describir momentos, escenas concretas que marcaron mi vida para siempre.

Estábamos en un barrio complicado en el que ser pequeño no era fácil así que éramos advertidos continuamente por nuestros progenitores del peligro que corríamos y vivíamos instalados en el miedo, la verdad. Aquella noche nos acostaron tarde. Papá y mamá se iban al cine así que cerraron la puerta tras de sí y salieron. Tengo muy fresca en la memoria aquella sensación de inseguridad que en varias ocasiones he sentido a lo largo de mi vida. Cuando nos quedamos solos me fui a la cocina y saqué del cajón de los cubiertos una pequeña navaja. La llevé a la habitación y la coloqué sobre la mesilla. En el fondo, y a pesar de ser tan pequeño supongo que esperé a que mis padres se fueran para hacer aquello porque seguramente ya contaba con cierto sentido del ridículo y , aunque me sentía más seguro con mi arma blanca durmiendo a mi vera, era consciente de mis limitaciones de niño de corta edad ante la eventual entrada de un intruso. Por aquella época, ya me había acostumbrado al ronroneo de la Vanguard en mi oído. La oferta radiofónica no era muy amplia…no recuerdo cuál exactamente pero si que se que casi siempre acababa escuchando cantos musulmanes que surgían como un mantra a través del altavoz desde algún exótico lugar del norte de áfrica . Tengo en mis neuronas grabada la surrealista imagen de un payaso que colgaba en un cuadro de marco blanco en combinación con aquella singular banda sonora. Lo que me tranquilizaba, en el fondo, era no escuchar el silencio y ahora que lo pienso creo que lo que me asustaba no era realmente el silencio sino la posibilidad de que éste se rompiera con algún sonido provocado por la invasión de un intruso, un fantasma o algún ser sobrenatural. Es algo similar a lo que me sigue ocurriendo al mirar desde la cama por la ventana en la noche. No puedo mantener la mirada mucho tiempo en cuanto comienzo a pensar que una cara pálida puede asomarse lentamente tras el cristal mirando hacia el interior de la habitación y clavando sus ojos directamente en mi. Aún me sigue produciendo pavor esa posibilidad y un escalofrío recorre mi espalda ahora mismo, sólamente con pensarlo.
Estaba casi dormido, pero algo me sobresaltó. Escuché con atención. Eran pisadas. Pisadas sobre el tejadillo de “uralita” verde traslúcida de nuestro patio. De ahí a nuestra habitación, solo unos metros. La respiración se me aceleró y en lugar de empuñar mi navaja me metí bajo las sábanas deseando que todo fuera un sueño. Desgraciadamente, no fue así y seguía escuchando aquel sonido amenazante. De repente, la puerta de casa se abrió. Estaba muy asustado…llamé a mi hermana. Sin duda habían entrado a robar. La luz de la entrada se encendió. Desde la habitación podía verse el resplandor llegando a través del pasillo. Se oyó una voz fuerte “¿quién anda ahí?”- Respiré aliviado al identificar que se trataba de mi padre que acababa de llegar del cine. Éste se fue corriendo al patio y los pasos que antes se oían cuidadosos incrementaron su frecuencia e intensidad de manera automática. Saltaron al patio y sentí como el forjado bajo el terrazo rojo vibró por dos veces. A partir de ahí los ruidos cesaron.
Lo siguiente que recuerdo es a mi padre, con un cuchillo en la mano amenazando hacia el lugar por el que habían escapado los atracadores. Yo lo observaba a través de las rendijas de las persianas… mucho más tranquilo porque estaba seguro que ninguna banda de atracadores podría jamás con mi padre!
Mientras tanto, los cánticos musulmanes seguían sonando y el macabro payaso encerrado en su marco blanco, lo vigilaba todo ampliando un poco su inquietante sonrisa”

La radio desde entonces ha sido mi compañera de fatigas, mi fuente de conocimiento, la formadora de mis ideales, la estimuladora de mis fantasías….siempre he escuchado de todo y no entiendo como los demás pierden esa oportunidad de aprender, de sentir y disfrutar que se ofrece gratuitamente a través de este medio.

"La saga de los Porretas", los fines de semana por la mañana me recuerdan el sencillo placer de despertarme un domingo, subir poquito la persiana y que los primeros rayos del sol incidieran sobre mi cama.

“Nocturno”, un programa que combinaba música new age y poesía en la madrugada de los días de diario. Escondía una pequeña radio que tenía bajo las sábanas para escucharla hasta que me dormía… “Polvo de estrellas” que hacía Carlos Pumares antes de arrastrarse por los platós de crónicas marcianas, “La rosa de los vientos” y “Hablar por hablar” que aún siguen en antena; “La Radio de Julia”, que me enseñó a pensar..."Gomaespuma" con los que tanto me he reido. Los concursos de emisora locales en los que siempre ganaba algo…. Unas entradas para el cine, una caja de galletas, una camiseta, un single de ojalá de silvio Rodríguez, una guitarra firmada por BB King, un karaoke…. “Los diez de tu vida” un programa que hacía Abellán los sábados por la tarde en el que leía cartas de los oyentes con música de Kenni G y cada uno aportaba los 10 temas musicales más importantes en su experiencia vital; “Hacia el 2000” a la hora de comer en el piso compartido de la calle Sancho Ordóñez de León en nuestra época de estudiantes; “Protagonistas”, con Luis del Olmo formando la opinión de los españoles; “En tu casa o en la mía”, que nos enseñaba sexo en los 40 Principales. Las canciones de radio fórmula que han sido y serán la banda sonora de nuestra vida. Incluso llegué a colaborar en un programa a nivel gallego.

La felicidad tiene que ser algo muy parecido a un infinito paseo participando de alguno de los múltiples momentos mágicos que se producen en un programa de radio. Nunca jamás, la televisión, en ninguno de sus programas ha logrado ese grado de complicidad entre el locutor y el oyente. Esa comunión perfecta que provoca emociones a raudales y que la gente abra su alma en canal ante todo una ciudad, una región, un país…el mundo.

Hacer radio, es una labor humanitaria. Es repartir felicidad.

Espero que la radio nunca muera o de lo contrario morir yo antes que ella. Algo así debe de ser el amor verdadero.

No hay comentarios: