domingo, 1 de julio de 2007

To be or not to be

Tomar decisiones es siempre complicado.
¿Café sólo o cortado? ¿Madrid o Barcelona? ¿Guapa y tonta o fea y con sentido del humor? ¿Coca Cola o Pepsi? ¿Cortarse las venas o dejárselas largas?
Hay veces incluso, en las que las decisiones no son dicotomías sino que ante nuestro perplejos ojos de macacos se presentan múltiples posibilidades y entonces surgen entes y sistemas (generalmente interesados) que nos “ayudan” en nuestra decisión. Me refiero a políticos, vendedores ambulantes, publicistas, consultores, magos del marketing telefónico, comerciantes de sueños, medios de comunicación, guionistas de cine y otros ideólogos que trafican con nuestros deseos, los generan, los destruyen y nos hacen desear, comprar, cambiar teléfonos móviles que funcionan y ropa que aún abriga y viste.
Desde antiguo se sabe que todos los caminos conducen a Roma y puede que si nos equivocamos decidiendo lleguemos más tarde pero hay una cosa clara y es que al final, llegaremos. No hay una única vía para el éxito. Frente al elitismo del caviar iraní, la filosofía del coste de los restaurantes chinos. Frente a la perfección del Mercedes, la simplicidad y bajo precio del KIA Picanto. Frente a la exquisitez jamón ibérico de bellota de montanera, el serrano de cerdo blanco con baja infiltración grasa; Frente a Lars Von Trier, George Lucas y frente la Noche Temática de la 2, Salsa Rosa y Corazón de Otoño.
A veces pienso, que ni siquiera la muerte es el final del camino. Podemos morir en una realidad, pero quizá existan realidades paralelas. Una clase de “Second Life” (third life, n-lifes…) en las cuales nuestros seres queridos siguen existiendo después de haber dejado atrás otra en la que se quedaron llorándonos tras un choque frontal con un camión que transportaba sandías, un ataque de un verraco enfurecido, una infestación de ladillas asesinas o un repentino deseo de colgamos de un pino suficientemente robusto como para soportar nuestra obesidad mórbida.
El otro día escuchaba una entrevista que le hacían a una periodista árabe destacada en el Líbano. Su familia no sabía que estaba allí. Tras una serie de ataques hacia profesionales de la información en esta zona candente del mundo, ella decía en un inglés rudimentario pero funcional que “morir no era nada”, su único miedo era que la capturaran y la torturaran, independientemente de que aquel martirio acabara o no con la muerte. Me impresionaron sus palabras. Y pensé si lo suyo era vocación, inconsciencia o una diabólica mezcla de ambas cosas. Para mi, una cerda histérica, con los ojos inyectados en sangre y chillando hasta hacerte sangrar los tímpanos, (simplemente porque la has capturado momentáneamente con un lazo para extraerle una muestra de sangre), es la alegoría perfecta de nuestra sociedad occidental. Gorda, opulenta, hipersensibilizada ante lo que no es esencial, sólo aparente, y que vive plácidamente encerrada en un espacio de 2 metros cuadrados mientras tenga agua, comida y un verraco al que observar un par de veces al día.
Algo malo pasa, cuando tenemos tanto miedo a equivocarnos en cuestiones superficiales y no sabemos si quiera distinguir las cosas importantes en nuestra vida. Aunque, quizá esto no sea necesariamente malo. Y realmente, lo bueno y lo malo se toquen en los límites del universo llegando a fundirse y resulta que todo es justificable. A veces pienso esto cuando veo a familiares de víctimas de terrorismo siendo manipuladas, a políticos negando la mayor, a implacables ejércitos haciendo guerras preventivas, a oscuras religiones promulgando la Guerra Santa, a mujeres buscando el elixir de la pasión infinita dentro un capítulo eterno de Sexo en Nueva York. Sexo en Nueva York ha hecho mucho daño ( casi tanto como los chats de Internet). O quizá sea yo, que no me acostumbro a relativizar a mi familia, a hacer predominar mis deseos por encima de mi moral y a mandar a tomar por el culo a mi sentimiento católico de culpa.
Buscamos vivir largo tiempo, pero buscamos vivir bien. Aunque no sepamos lo que es eso. Demasiado al este es oeste, demasiado desarrollo…miseria y podredumbre. Demasiadas reglas…anarquía, demasiada democracia…dictadura. La extrema diestra y siniestra se tocan en la espalda del mundo cuando este se abraza a si mismo. Y en ese punto estoy yo. Confundido, aturdido, superado por los acontecimientos como un adolescente que se lo replantea todo desde los cimientos. No es mal sitio para estar. Quizá un tanto inestable, quizá un poco incómodo puesto que siempre tienes que andar amarrado pues si te sueltas serás irremediablemente arrastrado hacia un lado o hacia otro, y perderás aquella pequeña proporción de raciocinio que aún te queda.
Cuando visito a mis abuelos en la residencia, tengo interesantes momentos de lucidez. Veo a los viejos…uno se lanza de la silla, el otro tira un vaso, el de más allá (que según mi abuelo es un “toro” y se crió en una “dehesa” pero que ahora no camina porque le han dado “demasiadas pastillas”) intenta agredir a una monja. Una monja eterna, gris, menuda e incansable, como el conejito Duracell, como los anuncios del Almendro que vuelven siempre por Navidad, como el toro de Osborne, impetérrito a la orilla de la carretera, como la maldad de los hombres y el movimiento del viento. Sigilosa, huesuda, hiperactiva, convencida de que está en este mundo con un claro mandato divino. Muerta en vida para algunos, viviendo en plenitud para otros. Otra vez la maldita contradicción que no deja de golpear mis meninges. ¡Las meninges no es un cuadro de Velásquez! Sé que no viene a cuento. Simplemente se me ha ocurrido. Estábamos hablando de la eterna lucha entre el bien y el mal… y estábamos NO encontrando una respuesta satisfactoria que nos permitiera establecer una escala de valores:
“Lucha de gigantes convierte el aire en gas natural.
Un duelo salvaje advierte
lo cerca que ando de entrar en un mundo descomunal.
Siento mi fragilidad.
Vaya pesadilla, corriendo con una bestia detrás.
Dime que es mentira todo, un sueño tonto y no más.
Me da miedo la enormidad, donde nadie oye mi voz.
Deja de engañar, no quieras ocultarque has pasado sin tropezar.
Monstruo de papel, no sé contra quien voy.
¿O es que acaso hay alguien más aquí?”
Antonio Vega.
Hay valores que nos guían. Tenemos que recogerles los mocos y cambiarles los pañales a nuestros abuelos, como ellos lo hicieron con nosotros. Es gratitud, es obligación, es castigo, es aprendizaje, es deber, y puede llegar a ser satisfacción. Es fortaleza mental, es ley de vida, es lo que es, una putada del ocho. Una venganza divina por nuestra prepotencia humana. Dolor del que no debes escapar, cruz que debes de cargar, condena que tienes que cumplir, enajenación mental transitoria que has de soportar, lección que tienes que aprender para vivir. Planes maquiavélicos diseñados por alguien ahí arriba para probar lo miserables que podemos llegar a ser, lo mezquinamente que somos capaces de comportarnos en nuestra juventud, lo repugnantes que nos volvemos con los años. Los viejos no son buenos, ni malos, son un reflejo exagerado, una caricatura de lo que fueron en vida. Capaces de sufrir, capaces de hacer daño, experimentando una introgresión, una vuelta al útero.
Es como una delicada broma, como el guión de una película de terror de refinada trama. Desarrollamos habilidades, nos salen los dientes, caminamos, saltamos, tenemos hijos, los criamos. Perdemos habilidades, se nos caen los dientes, dejamos de caminar y de saltar, perdemos a nuestros hijos porque pasamos a ser una carga. Creo que este ciclo es sin duda, una prueba de la existencia de “dios”. Es una lección, una metáfora, una fábula con moraleja que no sabemos interpretar, pero todo está ahí. Ante nuestros ojos para ver si nos damos cuenta.
Desgraciadamente, el ser humano no aprende. Tropieza miles de veces contra las mismas piedras, se da cabezazos en el mismo marco de la puerta hasta que su masa encefálica queda expandida por la estancia. Sólo sobreviven los seres humanos de cabeza más dura, no los que aprenden a agacharse. Es una visión pesimista quizá. Podríamos hablar también de la gente que hace el bien, aunque si profundizáramos en sus motivaciones posiblemente no fueran tan nobles en la mayor parte de los casos. Así que mejor no hacerlo, para no perder esa minúscula esperanza que conservamos en la especie humana. No en ninguna de sus razas porque todas son igualmente deleznables. Quizá podamos creer en la especie y en que algún día mutemos, alguien nos “resetee”, modifique nuestros sofware y nos demos cuenta de que lo que tenemos es suficiente.
La brecha del 90/10 es una “teoría” que explica que el 90% de los recursos se utilizan para salvar al 10% de la población. Se aplica generalmente a las cuestiones de investigación y recursos sanitarios, pero realmente es aplicable a muchos otros ámbitos de la vida. Una pequeña oligarquía vive bien, mientras el resto trabajan para nosotros. Si puedes leer esto, estas en el 10%. Lo siento por tu conciencia, pero sobre todo por la supervivencia del otro 90%. No se trata de pontificar, para eso ya esta el sumo (pontífice) se entiende. No creo que sea malo. Simplemente tiene una visión distinta de la vida. Seguramente yo sería bastante peor si me vistieran con faldas doradas sin talle, y con un ridículo gorrito blanco en la coronilla y me pasearan por ahí en un coche funerario con galería pidiéndome la Infalibilidad y que siente cátedra en cada una de mis intervenciones. La verdad, encuentro demasiados paralelismos con Jiménez Losantos (no sé si se escribe así, pero como seguramente, nadie llegue hasta este punto de esta enfermiza reflexión, me la pela).
No quiero irme por los cerros de Úbeda. Todo esto tenía un principio y prometo un fin. Un alfa y un omega, los símbolos de Dios. De nuevo, todo converge. Hablábamos de decisiones y lo único que pretendía decir es que a veces nos equivocamos y que cuando esto ocurre, podemos hacer daño a terceros y tenemos que intentar ser sensibles porque podemos relativizar todo lo que queramos. Podemos ponernos caparazones córneos, exoesqueletos de quitina, capas élficas, armaduras medievales, pero siempre habrá algo que nos hace daño. A unos, unas cosas, a otros otras, pero en general somos animalitos. Seres vivos y queramos o no nuestro comportamiento poblacional (no individual) acaba siendo explicado perfectamente por una distribución normal, por una campana de gauss con su media, su moda, su desviación típica y su varianza. Por tanto, para un nivel de significación alfa, puedo calcular, puedo medir qué probabilidad existe de que algo que te haga o te diga te llegue a hacer daño y eso, sin duda significa algo. Significa que sí que se pueden establecer reglas morales, normas y que el 99% de los seres humanos somos sensibles a determinadas cosas. Hay mecanismos fisiológicos que subyacen que definen nuestro bienestar y nuestro sufrimiento y precisamente por eso, podemos predecir con un poco de sentido común qué partes de nuestro comportamiento, qué componentes de nuestras decisiones, pueden llegar a hacer daño a “los otros”. A veces, dentro de “los otros” estaremos también “nosotros” como en una relación matemática reflexiva, de un conjunto consigo mismo. Podemos autolesionarnos y eso tampoco está bien. Pero no sabría que es mejor. A veces, hay que evaluar si el nivel general de daño que causas en el universo es más bajo cuanto te castigas a ti mismo que cuando destrozas a otros. Difícil. No está mal equivocarse. Quizá lo único que no debamos hacer es esperar en la intersección del camino (aunque, si no ponemos zancadillas a los que pasan, tampoco tiene nada de malo) y a la hora de decidir. Saber que la primera prioridad debe de ser no hacer demasiado daño a otros con lo que decidamos puesto que por uno u otro camino, con un poco de tesón, llegaremos a Roma.
Desde la chaquetita iracunda, si has leído todo esto. Te mereces un abrazo de todo corazón.

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