domingo, 27 de septiembre de 2009

Estados de ánimo

Madrugó mucho. Tenía ansias de vivir. No sabía exactamente por qué. Había días en que quería dar respingos, correr, quemar calorías. Otros en los que simplemente deseaba dejar el tiempo pasar allá afuera, en el mundo exterior cuyos límites comenzaban más allá de su edredón.

Su alegría vital emanaba por los poros de su piel, por sus orejas, por sus pezones, por su uretra…por todo orificio natural de su cuerpo. No sabía de donde salía exactamente y lo único que le preocupaba era que aquel fluido vital se acabara, como ya había ocurrido en tantas otras ocasiones.

Todo el día fue un torbellino. Repartió sonrisas, elaboró ingeniosas sentencias, provocó carcajadas, realizó importantes progresos en su trabajo. Y seguía sintiéndose bien, vaciándose por completo en un mundo del que, ahora si, se sentía parte.

Por la noche llegó a su casa.

Todo cambió. Se oscureció. Escudriñaba sus sentidos buscando más positivismo, más energía, más fuerza…pero todo aquello se había agotado. No encontraba motivos para la alegría, para acostarse conservando su ilusión intacta, para ver salir el sol de nuevo a la mañana siguiente. Ya no tuvo fuerzas para levantarse y se quedó allí,inmóvil, tumbado en la cama, sin comer, sin beber e intentando adivinar quien habría inventado aquel macabro juego. No obtuvo respuesta.

Cuando, unos días después, su corazón estaba a punto de dejar de latir, se preguntó si tras la luz blanca al final de aquel túnel encontraría al responsable de sus estados de ánimo. Quizá entonces lo entendería todo.

Misery

Tengo una sensación extraña. Es una sensación de desamparo, de abandono. Soledad mezclada con actividad frenética en proporciones que varían según el momento; de aislamiento en medio de mucha gente. Es fácil sentirse así en Cancún. En un lugar en el que el visitante es una billetera con extremidades pero, en mi caso, esta sensación se ve agravada estos días por el desarraigo.

Escucho un tema de Soul Asylum (Runaway train) y me siento transportado a un día lluvioso en Seattle; camisas de franela, melodías decrépitas aunque pegadizas. No hay porvenir. Nos llamaban la generación X. Una generación sin nombre que se regodeaba en su propia depresión y vestía ropas amplias que maquillaban la lozanía de adolescentes adoradores de la marihuana y de las biografías de suicidas juveniles.

Al final, hasta la generación X acabó como todas las demás. Hipotecada y entrando en la rueda. Ni la rebeldía, ni el desánimo, ni el romanticismo, nos libra de ser aplastados por los dientes de la rueda social y parece que, únicamente los pocos que logran escapar alcanzan la felicidad.

Es extraño sentirse en Seattle estando en Cancún. Es incoherente sentirse solo en medio de la gente. Es estúpido seguir lamentándose.