Pasaba cada día ante mi kiosco por el paseo marítimo acompañada de su mascota. Poco a poco llegó a ser el único elemento dinámico de un paisaje conformado por las espumosas olas del Atlántico al fondo, la hierba brillante del jardín en primer plano y las farolas rojas que escoltan a la Torre de Hércules.
Aquella tarde de finales de mayo, aún no se por qué, me quedé paralizado. Era como si ella, al igual que el jardín que tenía a mis pies, hubiera florecido. Sus ojos eran más grandes, sus facciones más dulces, su caminar más armonioso.
Me quedé pensando en ella todo el día, toda la noche y la mañana del día siguiente.
Esta vez la llamaría. Esta vez la haría salir de aquel cuadro para poder hablar con ella y conocerla. Esta vez sería diferente…y de veras que lo fue.
Llegó a la hora prevista, pero de la mano de quién, seguramente, le había dado aquel brillo tan especial a su mirada.
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1 comentario:
Oh maldita indecisión jeje, eso de hacer las cosas demasiado tarde es un plan cruel del destino, pero ya habra otra chica y otro perro.
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