domingo, 13 de abril de 2008

El Corral

La casa que mi abuelo construyó con sus manos y que se mantiene en pie en el pueblo es de planta cuadrangular. Las diversas estancias que la componen se disponen aún, una tras otra, constituyendo los lados de ese cuadrado, en medio del cual se encuentra el corral que era el centro de las actividades laborales que se desarrollaban en la casa por la mañana, antes de ir a trabajar al campo y por la noche, después de volver de él.

La duración de la luz diurna era el reloj que marcaba en qué momento se debía de hacer qué en el corral.

Por la mañana, se enganchaba la mula al carro, al arado o a la segadora (cuando la hubo); en las ardientes tardes de verano dormíamos en hamacas caseras hechas de madera y tela de saco mientras espantábamos las moscas. De vez en cuando se escuchaba el mugido de una de las vacas o las peleas entre los gatos por la mejor posición en el plato de las sobras de la comida. La mula sacaba el hocico por la ventana de su cubículo y resoplaba con sus magníficos ollares dilatados. A veces daba patadas en la puerta para que alguien le pusiera un cubo con agua en la entrada de la cuadra. Entonces, la bestia introducía su enorme cabeza en el pozal y absorbía de un solo trago el contenido íntegro del mismo. Te miraba con sus enormes ojos castaños y volvía a entrar en su pesebre. Siempre me impresionó su docilidad, su disciplina, seguramente porque desconocía que con una simple coz nos hubiera podido matar o dejar tarados de por vida.

En invierno, allí hacíamos la matanza del cerdo. Siempre hacía frío, condición indispensable para la carne se conservara en medio de unas condiciones higiénicas manifiestamente mejorables. También allí se sacrificaban los conejos, las gallinas, los terneros y se colgaban sus cuerpos de la viga principal que sujetaba uno de los tejados a la entrada de la parte trasera del edificio, que era el lugar elegido para guardar la leña, inmediatamente después de “la panera”, que era la estancia en la que se almacenaba el grano en cada cosecha.

Allí jugábamos y nos bañábamos en verano. Alguien sujetaba la manguera y hacía arcos de agua bajo los que pasábamos chillando justo antes de acabar empapados dentro de nuestros bañadores y sandalias de goma. Después nos íbamos al río, ya mojados, a lanzarnos desde los árboles o a intentar pescar peces con una especie de rústico cazamariposas. El fondo del río siempre fue algo misterioso, bonito, plácido. Los cantos rodados, con su musgo verde encima se disponían de un modo (solo) aparentemente anárquico. De vez en cuando, la corriente movía alguno y una pequeña nubecilla de arena enturbiaba el agua a un metro y medio por debajo de la cabeza del observador. Los barbos, las bermejuelas, las bogas se acercaban mucho a los bañistas. Curioseaban entre sus piernas. Raramente me atrevía a mirar con mis gafas subacuáticas a las raíces de los árboles. Aquella era una zona oscura, misteriosa, en la cual posiblemente vivieran seres aún no descritos por la zoología. Nunca, voluntariamente, puse un pie en uno de esos lugares. Los agujeros construidos por las ratas de agua eran grutas de las cuales nunca sabías que podría llegar a salir.

Estas casas siempre tienen dos puertas: las pequeñas, que dan acceso a la vivienda y las grandes, por las que los animales, los aperos de labranza y la gente de confianza salía y entraba de la casa sin llamar. Casi nunca estaban cerradas. De estarlo, la llave se “ocultaba” en la ventana entreabierta del dormitorio de mis abuelos. Antes de estar asfaltada la calle; antes incluso de que hubiera agua corriente en las cuadras de los animales, llevábamos a las vacas a beber a la fuente del pueblo y las gallinas se pasaban el día libres en torno al edificio. El gallinero era un lugar fascinante. Estaba situado justo detrás de la casa. Hecho con materiales sobrantes, puertas minúsculas, armarios viejos que servían como confortable nido de paja en la que las aves depositaban los huevos que íbamos a recoger cada mañana. Entonces, en recompensa, les poníamos pienso y le cambiábamos el agua a los bebederos que casi siempre eran latas de aceite de motor partidas por la mitad. Cuando llegábamos, ellas ya estaban esperando en la puerta para salir a escarbar por los alrededores. Entre cada dos casas, había un “cañal”, un pasillo de a penas un metro de anchura que daba acceso a la parte trasera de las viviendas y servía de evacuación del agua que venía del monte.

En el corral se hacían las fiestas, tomábamos chocolate con churros en la madrugada y se convidaba a pastas a los asistentes a las bodas; Se envasaban las patatas en sacos antes de su venta, se picaban las berzas y las patatas “pochas” para cocer la comida a los cerdos en una gigantesca olla que estaba en la “cocina vieja”. Con el humo generado en esta operación se curaban los embutidos que colgaban de los “varales” hechos con madera de fresno. Allí escurrían los chorizos a salvo de los roedores.

El corral era un universo en sí mismo. Un ser vivo que cambiaba de piel según la época del año, en verano con el remolque lleno de grano de trigo y de gorgojos, en invierno con la remolacha forrajera apilada en algún rincón. Aún sigue allí, agonizando preso de las telas de araña, echando de menos su esplendor perdido. Esperando que alguien, algún día abra de nuevo las puertas grandes y que un rebaño de vacas entre con sus panzas llenas de agua del abrevadero.

9 comentarios:

Pinche Vieja dijo...

Me encanta como escribes, ya te lo he dicho pero lo repetiré cuantas veces se me antoje, me imagino una vida tan tranquila en lugares que tú describes de una manera hermosa.

¿Sabes? Extrañaba venir por acá y precisamente hoy tengo más de media hora con tu página abierta pues no quería que se me pasara leerte y me acabo de dar cuenta que me haz visitado.

Es curioso, me acuerdo de tí y cuando vengo a verte tú me buscaste primero. que mello...

besos!

Lovely dijo...

Maravillosa entrada. Me transmites todo el cariño y la nostalgia que este recuerdo provoca en tí.

¿Qué tal llevas los primeros días en tu nuevo hogar? Mucho ánimo y adelante!

Anónimo dijo...

¡Cuántos recuerdos de la niñez!!! Unos maravillosos años. Hasta me viene olores y el calorcito de esas tardes de verano, con tu relato. ¡que guay! Gracias, muchas gracias.
Un abrazo
Anónimo II.

-- dijo...

Que bonita estampa
me has dibujado, de
esos recuerdos quisiera
tener yo, pero con
los tuyos y su explicación
tan grafica me
basta.

Un abrazothe Luis y
espero que te este pintando
muy padre México

Luis dijo...

Pinche Vieja==> Pues si, si que es curioso. Con las cosas del traslado hacía unos cuantos días que no entraba en vuestros blogs ni escribía pero mira, justo hoy parece que nos hemos sincronizado....misteriooooooo!!!

Lovey ==> Me alegro de transmitirlo. Tengo miles de recuerdos que podría desmenuzar de manera más o menos cursi. A medida que pasa el tiempo le doy dando más valor a aquella infancia que tuve, la vendimia, la cosecha, la matanza, segar alfalfa, secar hierba, apilar las pacas de paja en el pajar, regar las patatas...son cosas únicas. Y ahora me estoy dando cuenta de ello realmente.

Anónimo II==> Si he logrado eso. Ha merecido la pena. Gracias.

Kathy ==> Gracias por visitarme de nuevo. Si, me está yendo bien por ahora. Os ruego que soportéis lo más estoicamente que podáis mis ataques nostálicos, pero, por ahora no hay queja!

Wanda◦○ dijo...

Me has recordado a los días que pasé en el pueblo de mi madre ... hace muchos años .... más de 20 .... la virgen !!!
Y las cosas siguen siendo así, aunque solo sea en nuestro recuerdo.

Gaby dijo...

De verdad que eres genial para describir las cosas, uno siente como si las tuviera ante sus ojos.
¡¡¡Un aplauso maestro!!!. :)

Unknown dijo...

Es difícil pensar en qué escribir cuando los comments de abajo lo dicen todo... Salvo por la parte de los recuerdos. A menos de que se me haya olvidado qeu te conozco.

Mariana dijo...

Gracias por compartir este tesoro de tu geografía-memoria.

¡Un beso!

Mariana.